Crecer en Minatitlán (1988-2006)
Texto de Alan Rojas  


Nací en Minatitlán, Veracruz, en 1988. Soy el shunco, (el hijo menor en zapoteco), de una familia que emigró de Tehuantepec, Oaxaca, cuando la refinería estaba en su pleno apogeo. Esa industria marcó la vida de toda la ciudad y de alguna manera también de mi destino.

Mis primeros recuerdos están ligados a la casa donde crecimos, muy cerca de las vías del tren, apenas veinte metros nos separeaban de ellas. Para un niño de cinco años aquel monstruo de acero era intimidante, el estruendo me obligaba a taparme los oídos, y aún así me gustaba verlo pasar. En esa misma zona recuerdo también a un hombre con discapacidad mental que caminaba y gritaba siempre junto a las vías, como si fuera parte del paisaje cotidiano.

La casa era grande, con un pórtico de concreto azul pulido. La rentábamos, y en ella vivíamos mis padres, mi hermano, algunas tías y primos. Era una forma de vida común en esos años, casi como una vecindad familiar. Para ir al baño había que salir de la casa, y de hecho también era normal que todos nos bañáramos con el mismo jabón. Eran tiempos en los que lo compartido era lo natural.

Mi padre y mis tíos trabajaban en la refinería, la gran fábrica de sueños y sustento de Minatitlán. Eran ingenieros mecánicos, y mientras pasaban los años la familia poco a poco se fue independizando, cada quien haciendo su propia vida, hasta que dejamos aquella casa del tren para mudarnos a otra en los suburbios, más retirada del centro.

De esa etapa recuerdo sobre todo el calor: esas mañanas en que ya sabías que al mediodía la humedad sería insoportable. En mis trayectos a la escuela —primaria, secundaria y preparatoria— era imposible no notar la misma rutina diaria: las filas de personas esperando el camión para la refinería, vestidos siempre con ese naranja chillante o con el uniforme beige, símbolo de quienes ya tenían ficha en Pemex o eran Transitorios. También abundaban las camionetas RAM blancas con el clásico logo de Pemex —un águila y una gota de petróleo— que tardé quince años en entender. Mi papá tenía una, y recuerdo jugar arriba de la batea con mis vecinos, imaginando que estábamos rodeados de tiburones.

Siempre me llamó la atención que la gente de fuera pensara que, por tener una refinería, Minatitlán debía tener calles impecables, incluso de oro, recuerdo esas palabras exactamente. Pero no había manera: la humedad corroe, las lluvias son estruendosas, los relámpagos convierten la noche en día por unos segundos. Como decía mi papá, “Minabache” no podía tener calles bien hechas. Aun así, esas calles fueron el escenario de mi infancia. Dos piedras eran la portería, y si pasaba un carro se hacía una pausa de caballeros: nadie sacaba ventaja del balón detenido. Así podían prolongarse los partidos hasta las once o doce de la noche. Volvía a casa cansado, encendía el clima antes de bañarme para que, al salir, el cuarto ya estuviera fresco.

No todos los recuerdos son alegres. Una madrugada, un vecino nos despertó alarmado para que evacuáramos. Una pipa con amoniaco se había volcado en la carretera y un olor habia ahogado a toda la colonia. Recuerdo a mi padre diciéndome que me pusiera un trapo húmedo en la nariz para protegerme de las toxinas del amoniaco. Esa noche tuvimos que dormir en casa de la abuela. 

Lo curioso de este hecho es que años más tarde conocí a un amigo de la colonia, “El Tavo”, él siempre jugaba de portero, la verdad era medio malo, pero le echaba un montón ganas, él no tenía papa, sólo vivía al mando de su mamá y de cuidar a su hermana más pequeña. Su madre trabajaba en la refinería, lo cual se me hacia raro, ya que no tenía ningún estudio a fin de Petróleos Mexicanos. En la adolescencia tuvimos una conversación, entendí que su padre había muerto intoxicado en ese accidente de la pipa de amoniaco, su padre trabajaba en Pemex, venia en camino a casa… en el trayecto quedó atrapado entre la nube de gas y la pipa volcada. En esos años todavía era posible heredar la ficha, y fue su madre quien se quedó con ella.

Minatitlán siempre me ha parecido surreal. En las noches, las estrellas no brillaban sobre un cielo negro, sino sobre un fondo color café iluminado por los quemadores de la refinería. A veces titilitaban, como si fueran velas que el viento apagaba por instantes para luego volver a encenderse. También el olor era inconfundible. Más allá de los químicos industriales, estaba el hedor a reses muertas que emanaba de la curtidora de los Arbisú. En Minatitlán, además de los olores, los apellidos y el abolengo también marcaban la vida cotidiana.

Conforme crecí, fui entendiendo los riesgos de vivir tan cerca de una industria así. Había mitos que decían que si la refinería explotaba desaparecería toda la ciudad. Otros hablaban de ductos subterráneos llenos de químicos que convertian a Minatitlán en una bomba de tiempo. Y los accidentes no eran invento: explosiones, fugas, incendios y muertes eran parte de la historia local.  

Pero con los años llegó otro peligro, mucho más silencioso y devastador: el narcotráfico. Primero se decía que buscaban secuestrar a ingenieros de alto rango en Pemex, convencidos de que si había petróleo, había dinero. Pero pronto ya no distinguieron entre ricos y pobres: había que chingar a quien fuera. Lo viví en carne propia cuando mi hermano sufrió un secuestro. Desde entonces, las calles dejaron de ser seguras, sobre todo de noche. Montar un negocio era arriesgarse a pagar derecho de piso, y hasta comprarse un coche nuevo podía ser motivo de amenaza.

Minatitlán resistió, aunque herida. Coatzacoalcos, en cambio, se convirtió en un pueblo fantasma. Coatza era la meca: playa, malecón, centros comerciales, auditorios, el McDonald’s más cercano… todo desapareció bajo el cáncer de la violencia.

Yo me fui en 2006. Hoy, cuando regreso, descubro que ya no tolero el calor, la humedad, ni la famosa hora del mosquito, entre siete y ocho de la tarde. Mis amigos ya no viven ahí y me cuesta quedarme más de una semana. Aun así, nada se compara con la comida de mi madre o los regaños de mi padre, hoy jubilado. De pronto me topo con rostros conocidos que nunca salieron de la ciudad, ahora convertidos en padres o madres de familia. En los pueblos chicos pasa algo extraño: te sientes reconocido incluso por gente que no conoces.

Hoy llego y todo me parece ajeno, cambiado. Lo único que permanece igual son los quemadores, esas llamas que iluminan el cielo y que, de alguna manera, nos siguen uniendo como minatitlecos. Son la memoria encendida de lo que fuimos, de lo que dejamos atrás, y de lo que aún late en cada regreso.














Esta página fue realizado con el apoyo del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC), a través de la vertiente Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2021.